¿Cuántas veces hemos creído que para gestionar una emoción un niño necesita continuamente de nosotros? ¿Cuántas veces hemos intervenido intentando negociar con él para que cambie su sentir, cuando en realidad es totalmente sano que atraviese su frustración, la aceptación de un límite, su dolor? Es a través del límite que muchas veces el niño aprende sobre el amor, sobre el respeto, sobre las consecuencias que pueden generar sus acciones en la vida, y puede tomar consciencia del cuidado de sí mismo, de los otros y de su entorno.
Los seres humanos somos seres emocionales, y aunque socialmente hemos crecido con la creencia de que existen emociones positivas y negativas, en realidad, todas las emociones tienen su sentido profundo de ser, y el proporcionar un espacio tanto interno como externo para que los niños puedan fortalecer su capacidad de atravesarlas en lugar de taparlas o evadirlas, implica salud y equilibrio en todos los ámbitos de su vida.
Cada vez que le damos la oportunidad a un niño de aprender a gestionar sus propias emociones, estamos confiando en su poder y sabiduría, estamos moviéndonos de una postura omnipotente en la que nos hemos creído indispensables, para que él pueda aprender a autogestionarse, y permitir que se revele su fortaleza, que se construya su resiliencia y que crezca en amor y confianza en sí mismo. El niño necesita de amor incondicional para no ser juzgado por lo que siente, que se le permita expresar su sentir sin etiquetas, sin buscar que cambie su estado emocional, velando, claro está, porque no se haga daño a sí mismo, a otras personas o a su entorno, lo cual involucra inequívocamente crecer en consciencia, empatía y asumir la responsabilidad de las consecuencias que generan sus actos.
Ante un estallido emocional, este amor incondicional puede ser expresado de muchas maneras, no hay una sola manera de hacerlo, sin embargo, considero que una forma realmente transformadora de acompañar al niño, es dándole valor a su capacidad de autogestionarse y respetar su espacio para que pueda autorregularse sin nuestra intervención continua, la cual muchas veces busca, si somos sinceros con nosotros mismos, que no sienta de la manera en la que está sintiendo, lo que se traduce para el inconsciente del niño en una no aceptación de sus emociones y por consiguiente, de lo que él es.
Debemos estar muy atentos a las palabras que emitimos en el momento de explosión emocional del niño porque muchas veces el verbalizar más de la cuenta no parte de la verdadera necesidad de él, sino de la nuestra. El niño más que nuestras palabras percibe nuestra energía, y si ésta es de amor, respeto, de no juicio, y además lleva inmersa nuestra plena convicción de que el establecimiento del límite es sano para su desarrollo a todo nivel, es lo que sentirá y marcará la diferencia.
Es importante también permitir que esa energía emocional se exprese y dure lo que necesite durar, que no busquemos acallar su llanto. Aprovechemos ese espacio para ir trabajando con lo que se nos mueve a nosotros mismos e ir autogestionándonos, y de esta forma aprender a ir siendo más capaces de acompañar al niño en la expresión de sus estados emocionales desde nuestro propio estado de equilibrio y aceptación de lo que sentimos.
Pensar que el niño necesita constantemente de nosotros para restablecer su equilibrio interno es no creer en su propio poder, es no creer en la sabiduría humana, en el proceso natural de homeostasis que intrínsecamente nos pertenece, es buscar ser protagonistas en un momento en el que él debe ser el protagonista de su propio aprendizaje. Permitamos que no sea dependiente de nosotros para regularse, permitamos que atraviese su emoción sin querer que ésta cambie o se calme. Brindemos un acompañamiento amoroso, respetuoso, pero evitando el exceso de intervención. Con el pasar del tiempo, la vida nos va enseñando, y a veces con duros golpes, que somos los únicos garantes de nuestro bienestar interior, y a pesar del inmenso amor que puede sentir la persona que nos acompaña, somos los únicos que podemos restablecer nuestro propio equilibrio, y esto será así para siempre, por lo menos mientras contemos con este cuerpo humano. Por tanto, permitamos que el niño aprenda a asumir que experimentar frustración, rabia, tristeza, forma parte de la vida, y colaboremos, confiando en su poder, para que las bases de su inteligencia emocional se armen de manera sólida en los momentos más sensibles de su desarrollo, lo cual contribuirá, sin lugar a dudas, a asentar las bases de su equilibrio emocional para el resto de su vida.
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